Argentine


Argentina, saqueada ,
Joaquín Arriola
, profesor de economía de la UPV e investigador de Bakeaz.

En 1991, Carlos Menem decidió dolarizar de facto la economía argentina. Mediante el mecanismo de la convertibilidad, seaseguraba que un peso valdría siempre un dólar, y para ello el Banco Central de la República Argentina se comprometía a no emitir más pesos que los que estuvieran respaldados por dólares en las reservas oficiales.
De este modo, el gobierno post-peronista pretendía establecer un mecanismo permanente de estabilidad monetaria, que al eliminar cualquier riesgo cambiario, permitiera atraer inversiones extranjeras. Los inversores llegaron, pero no a montar nuevas empresas y a crear empleos, sino a comprar a precio de saldo las empresas públicas argentinas y otras privadas, realizar inmediatos ajustes de plantilla e incrementos de tarifas que permitieron obtener enormes beneficios que salieron rápidamente del país, para mejorar las cuentas de resultados y elevar la cotización de las casas matrices en las bolsas internacionales.

A los argentinos ni siquiera les quedó la ilusión de la inversión extranjera, pues los propietarios privados de los bancos y empresas vendidos exigieron que el pago se les depositara en sus cuentas en EE.UU. o en Europa, y los ingresos que obtuvo el Estado por la venta de las empresas públicas desaparecieron en el pozo sin fondo de la corrupción política.

El modelo de desarrollo argentino, desde la época de Mitre y Sarmiento, se ha caracterizado por una fuerte concentración de la riqueza en una oligarquía agraria y financiera con muy poco interés en el desarrollo del Estado. Por eso, cuando se produce la bancarrota económica por el hundimiento de los precios internacionales, que llevó a suspender el pago de la deuda externa, la respuesta política fue la interrupción en 1930 del proceso democrático auspiciado por los radicales desde 1910, y la sucesión de un rosario de dictaduras militares y gobiernos filo-nazis que garantizando la acumulación del capital a la oligarquía liberal, impidieron el desarrollo político argentino y la creación de un sistema democrático consolidado. El régimen peronista, versión edulcorada o corporativa de esta tendencia, mejoró las condiciones de vida de la población aumentando el gasto social y emprendiendo un programa de nacionalizaciones y desarrollo de empresas públicas. Pero el sistema de acumulación oligárquico permaneció intacto, y cada vez que veía peligrar sus intereses, la clase dominante llamaba al espadón de turno para frenar las exigencias de cambio.

De este modo, durante los últimos cuarenta años se han sucedido un sinfín de gobiernos militares y civiles, entre los cuales el único cambio significativo fue el retorno a la ortodoxia liberal con la última dictadura militar desde marzo de 1976. El resultado de dicho experimento monetarista es conocido: colapso bancario, hundimiento de las inversiones productivas y aumento de la pobreza, a la par de un enriquecimiento acelerado de una minoría muy exigua, que controla el poder económico y político. Tras la dictadura militar, el nuevo régimen civil fue incapaz de superponerse a la dictadura financiera del Fondo Monetario Internacional y los acreedores internacionales, y mucho menos de modificar las condiciones de centralización de la riqueza. A la oligarquía se suman durante el gobierno de Menem las empresas multinacionales que se apropian del capital patrimonio de todos los argentinos.

Una de las características de los sistemas con riqueza muy concentrada es que se pagan pocos impuestos. Argentina no ha sido una excepción, y en consecuencia, para mantener el gasto público, se inició hace años una espiral de endeudamiento fiscal, que bajo el régimen de convertibilidad equivale a un incremento de la deuda externa. Hoy Argentina tiene una deuda de 132.000 millones de dólares, que obliga a un pago anual de intereses por valor de 13.000 millones de dólares, y tan solo se dispone de 15.000 millones de dólares en el Banco Central; cantidad similar a la que evadieron los grandes empresarios e inversores, antes de que el gobierno impusiera a los pequeños ahorradores las restricciones de liquidez que permitían sacar como máximo 250 dólares semanales de sus cuentas. Gracias a la convertibilidad, todos los beneficios del capital extranjero y de los grandes empresarios nacionales están fuera. El FMI (vale decir, el gobierno Bush) presiona para mantener el servicio de la deuda, y exige un 'déficit fiscal cero'. Los ingresos no se pueden aumentar porque los que tienen se niegan a pagar impuestos: el lobby de las grandes empresas ha bloqueado todos los intentos legislativos para gravar con un 10% las rentas extraordinarias del capital, e incluso las propuestas destinadas a gravar la remisión de beneficios al exterior.

La alternativa del capital extranjero es clara: despedir a 90.000 trabajadores estatales, reducir el gasto social, limitar las obras públicas. La defensa de dicha propuesta le costó el cargo al antecesor de Domingo Cavallo en el ministerio de economía, y el mantenimiento de la estrategia por la vía lenta de la reducción de los salarios a los empleados públicos y jubilados provocó un gran rechazo social.
Ante tamaña muestra de insolidaridad del capital (español en gran medida), que no quiere pagar impuestos, y el 'corporativismo' de los empleados públicos, que no quieren que eliminen sus puestos de trabajo ni que les rebajen más los salarios, el gobierno decidió reducir el gasto en 4.000 millones de dólares reduciendo el pago de intereses sobre la deuda pública, por la vía de realizar un canje de obligaciones, y paralelamente reducir en 1.400 millones las transferencias a las provincias a cambio de renegociar su deuda con los bancos, que actualmente se apropian entre el 60 y el 90% de las transferencias federales a las 14 provincias más endeudadas. Paralelamente, el gobierno se comprometió a utilizar los ingresos fiscales para pagar la deuda –incluso los recursos acumulados por los fondos de pensiones se destinan al pago de acreedores externos–, y en medio de dichas negociaciones, y en ausencia de financiamiento exterior por la negativa de EE.UU. (vale decir, del FMI) a conceder nuevos créditos, la gente dijo: ¡basta! (por ahora).

En los dos años de gobierno de De la Rúa, cerraron más de 3.000 empresas, el paro aumentó hasta el 28% de la población activa, y el número de indigentes se elevó hasta 5 millones. En las provincias los empleados públicos son pagados con unos bonos locales que se negocian a la baja, lo cual significa que, como en el feudalismo, las provincias emiten su propia moneda, afectando aún más a la ya de por sí débil política estatal.

Las alternativas que se barajan ahora pasan en todos los casos por terminar con la convertibilidad, alejando la propuesta de dolarización total, defendida tan sólo por el propio Menem y los grupos multinacionales que drenan todos los recursos que pueden al exterior, aplicar una forma u otra de devaluación y renegociar la deuda para reducir los pagos al valor actual ajustado de la misma, en torno a un 50% de su valor nominal.

Pero la devaluación no tiene ningún sentido productivo, pues la carne, el petróleo y los cereales, que son el grueso de las exportaciones argentinas, no tienen un problema de elevada competencia exterior, sino de unos precios mundiales extremadamente bajos que han provocado una grave caída de los ingresos por exportación (el saldo exportable anual es actualmente de unos 2.000 millones de dólares, que no alcanzan ni para cubrir los intereses de la deuda). Por otro lado, cuando las hipotecas urbanas y rurales, las deudas empresariales y privadas están nominadas en dólares o en pesos convertibles, la devaluación provocaría un empeoramiento radical de las condiciones de pago, salvo que se estableciera algún mecanismo de compensación de las deudas en dólares, para lo cual no hay recursos.

La única alternativa razonable es romper definitivamente con el neoliberalismo, reconvertir por decreto la deuda interna a moneda nacional antes de dejar flotar la moneda, y establecer mecanismos fiscales y de control de divisas para eliminar la fuga de capitales que no cesa y repetir lo que ya hiciera Argentina hace 70 años: proclamar una suspensión de pagos exteriores de la deuda. Los organismos financieros internacionales consideran de hecho que Argentina está en una virtual suspensión de pagos, y por lo tanto el coste exterior de estas medidas no añadirá gran cosa a los que ya está pagando el pueblo argentino.

Pero ni siquiera estas medidas radicales servirían de mucho, si no se acomete la gran transformación pendiente desde que se inició el ciclo moderno de golpes de Estado con el derrocamiento de Hipólito Irigoyen en 1930: el establecimiento de un sistema político moderno, con un estado de derecho que garantice la separación de poderes, la participación democrática y con autoridades sujetas a control judicial por sus eventuales actuaciones corruptas.

A todo esto, resulta significativo establecer por qué Estados Unidos favorece la declaración de bancarrota del país, al negar un préstamo de urgencia que reclamaba al FMI. Hace seis años México, endeudado por encima de sus posibilidades, poseía el control público de un activo goloso para el amigo del norte (petróleo), además de un frontera muy larga con Estados Unidos, lo cual facilitó el rescate de 50.000 millones de dólares organizado por Clinton. Argentina ha privatizado todo o casi todo lo que podía privatizar. Pero son los españoles y los franceses quienes se han quedado con los mayores trozos del pastel. La pasividad de la administración Bush emite un mensaje muy claro, tanto a las autoridades argentinas, como a las de este lado del Atlántico norte.
Alguien sabe lo qu
e piensa hacer el gobierno español al respecto?

 

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